El sol caía lento

Esta es una sección dedicada a la Fantasía, el Humor, la Creatividad con Historias Verdaderas
o Ficticias que tienen que ver con la Pesca con Mosca y su entorno.

Por Enrique Gómez

Las sombras en el río no se ven. Solo cambia la luz. Los álamos de la orilla estiraban su sombra sobre los pastos resecos en una carrera íntima entre ellos. El otoño, con un puelche frío, desprendía las hojas redondas y amarillas de una fronda en agonía. La mano del abuelo, tibia, apretaba la manito suave del más chico de sus nietos. La palma virgen no notaba la dureza de esos dedos, solo atesoraba el calor del amor que recibía.

-Ves. Allí hay una trucha. Fíjate como acomoda la arena para hacer su puesta.
-Que es puesta abuelo.
-Va a dejar sus huevos.

El dialogo siguió con la explicación de la vida de las truchas y los ojos muy abiertos y la atención del niño.

De arriba de esas piedra gigante se veía el fondo del río con una perspectiva que se perdía en el cauce profundo. El Limay se apoyaba contra esa masa secular de piedra rosa y retomaba hacia la otra costa formando remansos antes y después de ella. Las marrones conocían ese sitio. Habían nacido allí y atendían el llamado genético de la especie.

El niño, de no más de cinco años, miraba como la trucha mecía su vientre entre los guijarros formando nieblas de arenas que se disipaban.

-Hoy lo llevé a Román hasta el río. ¿No Román?. Y vimos desovar a una trucha. Decile a la abuela como hacía.
-Parecía que paseaba. Luego se puso a refregar la panza por el fondo y se quedó quietita.

La abuela, dejó su vaso de Gin sobre el bargueño, y agachada, tomó al nieto de la cintura y le dijo.

-Vas a salir pescador con mosca como tu abuelo.
Y mirando hacia una de las paredes inmaculadamente blanca del extenso comedor veía cual sería el destino del arsenal de reeles, cañas, sombreros, cajas y fotos encuadradas que contaban la historia de su esposo.

Quince años más tarde. La piedra rosa era la misma. Los álamos mostraban su cúpula dorada. El río rebotaba y repetía la misma ruta perdurable. Un joven observaba a una trucha que paseaba, refregaba su panza entre guijarros y luego, detrás de una piedra azul, se quedaba inmóvil perdiéndose entre los reflejos dorados del sol flirteando con el río indiferente.

-No puede ser la misma. Pensó.

Tomó su caja de streamers y eligió una Fuzzy Wuzzy atada con pelo de mara por su abuelo. Anudó la mosca en el tippet. Enganchó el anzuelo en el pasahilo más próximo al reel, invirtió la puntera de su caña para evitar cualquier tropiezo y comenzó a bajar hacia la costa.

Diez metros más allá, detrás de los álamos, otro joven de 20 años enrollaba en un tarro de tomates al natural el sobrante de hilo que no necesitaría. Percibió que no estaba solo pero no le dio importancia, eso era común cualquier atardecer frente al río. Revoleó su cuchara sobre la cabeza y la arrojó al cauce. La toby no llegó a la piedra donde estaba la trucha porque el tiro cayó mas adelante de donde esta acechaba. El chasquido en el agua la inquietó. Realizó un leve movimiento.

Mientras tanto el agua comenzaba a invadir los wadders nuevos. La fuerza de la corriente lo puso lo suficiente atento a su equilibrio y le evitó darse cuenta que no estaba solo. Avanzaba cuidadoso. El río formaba un aro de espuma y transparencias golpeando en su cuerpo. Desprendió la mosca y sacó línea. La tarde era preciosa. Mientras trataba de acomodar su tiro, calculaba el lugar donde había visto la trucha para llegarle, si podía, justo unos metros atrás. Llevó el mango de la caña hacia su hombro mientras con delicadeza la mano izquierda bajaba a su cintura, lanzó la punta de la caña hacia delante y repitió el tirón anterior. La cola avanzaba y volvía serpeteando en el aire. Con un impulso de su mano derecha prolongó la línea hasta llegar con la mosca exactamente donde el presumía que debía caer.

La cuchara cayo unos metros mas allá de la pequeña depresión ocupada por la trucha. Se bamboleó por la corriente hundiéndose y avanzando por la fuerza del río. Avanzaba ondulante sin tocar el fondo. La trucha sintió las vibraciones, luego la vio y como un rayo rotó su cuerpo y la tomó. Una enorme fuerza comenzó a arrastrarla hacia la costa. Acomodó su cuerpo en la corriente, haciendo que esta lo ayudara en su defensa, y buscó el cauce principal. Nunca llegó.

La mosca cayó y un destello marrón movió la superficie a escasos metros de ella. Giró su cabeza y vio a un muchacho de bombacha negra, metido en el agua hasta los tobillos que levantaba su mano derecha y traba de sostener el poderoso pique que acababa de recibir.

Se indignó. No era posible. Cual era su derecho, cual su deporte para sacar una trucha de forma tan brutal. Su abuelo nunca lo hubiera permitido. El sonido del reel metiendo línea rompíó la monotonía del río corriendo. Cuando terminó, acomodó su mosca y fue directamente hasta donde estaba el otro pescador.

La marrón todavía daba algo de pelea y con sus pies descalzos en el agua helada, observaba embelesado su pescado que aparecía fantástico desde la transparencia.

-Ud. No tiene derecho a pescar así en este río. Esta es zona de pesca y devolución. No está permitido.
La trucha estaba rendida y la mano izquierda del pescador la tomaba integra sobre su lomo sin sacarla del agua. Puso el tarro entre su faja y su cintura y sacó una pinza ordinaria con la que delicadamente cortó la lanceta del triple que cocía la boca de la trucha. Con movimientos suaves retiró la cuchara de la boca. Guardó la pinza y con ambas manos acariciaba el lomo de la marrón que se prestaba sosegada al manoseo. La miraba con ternura sin prestar atención al recién llegado.

-Tiene permiso de pesca. Lo voy a denunciar
El pescador inclinó la cabeza hacia el extraño y sin hablarle, soltó a la trucha que despacio, como sin miedo, volvió al río.

-Me parece bien que la deje ir. Esta es zona vedada para la pesca con cucharas.
-¿Por qué?
-Así lo exige el reglamento. Además estas son tierras de mi familia.
-Se equivoca amigo. La dejé ir porque en cada trucha siento que está el alma de mi abuelo.

Ni lo miró cuando se calzó las alpargatas y se fue. El otro, perplejo por la respuesta, no atinó a decirle que el también creía que en las truchas perduraba el alma de su abuelo.

Mientras se volvían, ambos, reconocían que no hay reglamento ni propiedad privada que cuide a las truchas más que el amor a la naturaleza que les habían enseñado.

Las estrellas comenzaba a aparecer, el sol era una moneda roja escapándose por el horizonte, el río dejaba sus brillos viajando solo con su murmullo y la trucha, atardecida, solo estaba.

8 de junio de 2006