Bellas Tarariras

Esta es una sección dedicada a la Fantasía, el Humor, la Creatividad con Historias Verdaderas
o Ficticias que tienen que ver con la Pesca con Mosca y su entorno.

Por Enrique Gómez

La provincia de Buenos Aires está poblada de lagunas en casi todo su territorio. Es una zona de llanura donde las depresiones naturales fueron inundadas por las crecientes de ríos y riachos. Se formularon sistemas donde ellas misma se conectan a través de arroyos que las unen y se autoalimentan como vasos comunicantes. Hay buenas épocas, de lluvias normales que le mantienen su caudal y hay otras de precipitaciones torrenciales o por el contrario de secas prolongadas y desbastadoras. Las hay de aguas surgentes que son perennes en el tiempo y otras que aparecen y desaparecen formando cadenas ecológicas cada vez que resurgen. Estas lagunas son habitat naturales de especies que las hacen atractivas para la pesca deportiva y también para una pesca seudocomercial o “artesanal” que da posibilidades a furtivos que las depredan con astucia, con herramientas bastantes profesionales, para vender el resultado a como de lugar o simplemente para darles de comer a sus familias. Los pejerreyes son los peces mas sabrosos y por lo tanto, los mas buscados por los furtivos y los mas defendidos por aquellos que explotan el negocio de alquilar botes a los pescadores con caña. A veces ambos negocios son ejercidos por los mismos sujetos. La tararira, es un carnicero del verano. Un pez territorial, irritable y cazador que sin ser el principal objetivo de la búsqueda comercial, no deja de ser una posibilidad para todos estos pescadores.

Es de aspecto terrible. Verde oscuro su cuerpo cilíndrico y una cabeza formidable de ojos atentos con una boca de dientes puntiagudos y amenazadores. En la laguna, de adulta, no tiene enemigos, salvo el hombre que inclemente las sacrifica por su aspecto indeseable o por haber caído en los trasmallos destinados a los pejerreyes. Hay muchos hombres que viven de esta forma de cosechar la laguna y otros que solo las pescan para divertirse, sacrificándolas. Todos sin pensar en el delicado sistema que los divierte y les da de comer.

I

-Dicen que hay tarariras que en invierno se convierten en mujeres.
El silencio dominó al grupo de pescadores que estaban bajando cajones llenos de pejerreyes.

El atardecer parecía haber detenido al viento. La laguna era un espejo negro que mecía sensualmente a los botes atados a un muelle rotoso de maderas podridas. El sol anaranjado caía lento alumbrando un aislado grupo de nubes rosadas. Los chingolos lanzaban, en espacios de tiempo justo, su canto austero y repetido.
-Me lo dijo mi abuelo que siempre vivió a orillas de La Vitel
-¿Pero las vio?
-El que las ve cuando se transforman queda loco y cuando menos se lo piensa se va con ellas cuando está por llegar el otoño.
-Como es posible que nadie las haya visto.
-Muchos las vieron pero nunca se dieron cuenta, y quienes si lo hicieron desaparecieron o murieron.

II

Al que hablaban le decían “El Sapo”. Sabía tirar trasmallo en cuanta laguna lo dejaban y en muchas en la que ni siquiera pedía permiso. Sacaba pejerreyes que vendía limpios y fileteados al Mariano, otro buscavida que los vendía en el parador de la ruta y en algunos restoranes y casas de familia de Chascomus y Lezama. Si la cosecha era grande, el dueño del parador los guardaba en cajones en su cámara, llamaba por teléfono a un contacto que trasladaba pescados a Buenos Aires desde Mar del Plata y se ganaba unos buenos pesos sin trabajar ni ensuciarse las manos. El Sapo, ni sabía cual era el destino de su trabajo y el de toda su familia. Cuando recorría los trasmallos llevaba el pescado a su casa. Su mujer y sus hijas dejaban de ver televisión, corrían las ollas y los platos de una mesada destartalada y comenzaban la tarea. Las dos mas chicas, sentadas alrededor de un fuentón, sostenían al pejerrey de la cola y con un cepillo de acero gastado raspaban con energía hasta dejarlo sin escamas. Los iban alineando en un banco de madera que usaban para ese fin y para sentarse a la mesa a la hora de comer. De allí los levantaba la esposa y la mayor. Ensartaban la punta de cuchillos ordinarios debajo de las aletas dorsales y bajaban el corte hacia la panza, luego, desde el ano hasta las agallas hacían un corte que los despanzurraba. Metían el dedo índice por detrás de las agallas y arrancaban a estas junto con todas las vísceras del pescado. Eran movimientos repetidos y meticulosos. Los pejerreyes iban cayendo en la pileta que mantenía la canilla abierta hasta que desbordaba. El “Sapo” sacaba del agua los pescados y con un cuchillo que solo el manejaba, hacía un corte esquivando el eje vertebral hasta la cola. Seguía por debajo de la piel y quitaba las espinas del costado. Repetía la operación del otro lado y terminaba la faena levantando el espinazo de un tirón. Esta tarea era rápida y prolija. El pejerrey quedaba con la cabeza sin agalllas y el cuerpo sin espinas. Uno a uno los iba acomodando en un cajón oscurecido por la humedad de la carga y su traslado. No había diálogo. Era un duelo de eficiencia en cada uno. Nunca el banco debía quedar completo, ni la pileta taparse de pescados. Viéndolos trabajar eso era imposible. El ritmo era impuesto por El Sapo que hacía la tarea mas fina y que terminaba con la pieza lista. Las demás apuraban o disminuían su ritmo para que nunca el hombre de la casa se atosigara. Si eso sucedía su enojo podía terminar en algún golpe a cualquiera de las mujeres. Esto podía durar hasta pasada la medianoche y por el buen resultado de la pesca, hasta la madrugada. A veces cenaban en el medio de la tarea. Un sartén grande, con el mango partido en la mitad, cargado de aceite viejo era puesto en la única hornalla que prendía de una cocina vieja y descuidada. La madre arrojaba al aceite recalentado algunos pejerreyes que luego de amarronarse friéndose, iban a parar a una vieja pizzera donde antes habían cruzado una o dos hojas de diario para que les absorbiera el aceite. Cualquiera del grupo interrumpía por unos minutos su tarea, y quemándose los dedos, tomaba el pescado aún crujiente y lo comía apoyándolo en la mitad de una galleta endurecida.

Una caja de vino tinto se alojaba justo al lado de la tabla del Sapo y este, desde el pico empinaba la caja hasta que se terminaba. La mujer ayudaba con el vino. Las chicas tomaban agua.

III

Mirá, si la cantidad de tarariras que hay en cada laguna se volvieran minas la pasaríamos bárbaro.
-No son todas. Son solo una o dos por laguna. Mi abuelo las llamaba “Suyas”.
-¿Pero tu abuelo las vio?.
-El decía que se acostaba con una de ellas.
-¿Quiere decir que entonces la vio transformarse en mujer?.
-El nunca me dijo eso. De lo contrario se hubiese vuelto loco o se habría muerto.
-Y entonces como decís que se acostaba con ella.
-El me lo dijo.
-Y… ¿Como era?.

IV

Una mujer muy bella de ojos oscuros y pestañas ralas pero notables, caminaba por la banquina de la ruta. Un vestido gris oscuro, sencillo y sin cuello, se estrechaba en unos senos blancos que mostraba insinuante el escote abierto hasta la mitad de su torso.

Miraba el suelo y se sorprendía de su traslado, alzaba la vista y el sol y el cielo la deslumbraban. Escuchaba el ruido de los autos y se aturdía. Unos zapatos negros, de taco corto, se calzaban en uno pies diminutos marcando el final de unas piernas largas dibujadas por medias negras que caían misteriosas por debajo de la falda corta.

Empezaba el otoño. Hacía frío y caminaba sin ningún abrigo.

El pelo renegrido se movía desordenadamente alterando la sinuosidad felina que el cuerpo mantenía al caminar. El cabello flameaba indisciplinado ante su cara. Parecía disfrutar del viento y del aire que respiraba. Llevaba en su cara una sonrisa apenas dibujada. Sentía a sus pulmones aspirando aire y exhalándolo, a su piel estremecerse por el contacto con el viento. Sus vísceras palpitantes eran percibidas y descubiertas. Cada latido del corazón era un eco sordo entre las sensaciones de la sangre fluyendo. La vida de un adulto sin historia genética solo se puede sentir, jamás comprender.

La laguna había quedado atrás.

V

-Mi abuelo me dijo que era una morocha de ojos negros que trabajaba en el Cabaret del Chino.
-Entonces era una puta.
-Y… Claro. Aunque mi abuelo decía que ese era el único lugar donde nadie les preguntaba de donde venían.

VI

La oscuridad reinaba en el cabaret del Chino. Un hombre casi viejo se había acercado a una mujer que, indiferente, lo había visto entrar. La miró a los ojos.
-Querés una copa.- Le dijo.
-Bueno.- Susurró la señora.

Pidió una cerveza y dos vasos. Se sentó en la misma mesa donde ella estaba. Su mirada bajó a los muslos cruzados de la mujer. Sintió el impacto en su instinto. No le salía dialogar con las mujeres y su mano se apoyó en la piel lisa y suave de las piernas. La retiró como si se hubiera electrificado. Tocó una superficie sedosa y fría que lo asustó.
-¿Tenés frío?.- Preguntó
-No.

Se sirvió un vaso de cerveza y llenó otro para ella. Se lo alcanzó. Ella lo llevo a su boca y tomó el líquido como si lo volcara en un recipiente. Le pareció una extraña forma de beber sobre todo porque los movimientos al tragar fueron extraños y exagerados. En lugar de marcarse su laringe, sus amígdalas se movieron hinchando la base de su cara y se cerraron de golpe una vez que la cerveza pasó por su garganta. Volvió a tocarla y comenzó a sentir placer en la disparidad de temperaturas entre su mano y los muslos a su disposición. Quiso llegar mas arriba y ella sin mover su cabeza, como si estuviese ciega, le empujo suavemente la mano hacia atrás.

-Chino. Quien es esta.
-No se llegó hoy. Solita entró por la puerta y me dijo si la dejaba trabajar. Todos los años me aparece una parecida.
-Es muy rara. ¿Cuanto le pago?
-Cien pesos si te quedas toda la noche y la mitad si me la dejas en un rato.

VII

La tomó de la mano y ella se dejó llevar. Detrás de una cortina de cintas plásticas estaban las piezas que daban a una vieja galería que terminaba en penumbras. Una pequeña lampara pintada de rojo era la única iluminación del lugar. Abrió la puerta y pasaron. Una cama de una plaza con un cubrecama de hospital que alguna vez habría sido blanco. Paredes lisas, sin cuadros. Un espejo viejo y manchado al lado de un ropero de dos puertas completaban el mobiliario de un ambiente miserable.

El hombre, ni bien traspasó la puerta, tomó a la mujer de la cintura y la besó. Nuevamente la falta de temperatura en los labios de la mujer lo obligó a concluir inmediatamente.

-Desvestite.- Le dijo

El se sacó el pullover, mientras ella se desvistió completamente y se acostó sin taparse. El cuerpo hermoso de la mujer no trasmitía sensualidad. El terminó de desvestirse y metió su cuerpo huesudo en la cama fría y la cubrió a ella. Se levantó enseguida y sacó del ropero una frazada con olor a mugre y humedad y la extendió. Mientras tanto ella no se movía ni hablaba.

Volvió a meterse. Extendió su mano para tocarle los senos. No hubo estremecimiento ni reacción alguna ante el gesto. En realidad no había ninguna excitación en el, ni ella la provocaba. No tenía erección y estaba seguro que no la conseguiría. Se quedó mirando el techo descascarado.
-Como te llamas.

-Suya.
-De donde venís.
-De la laguna.
-De cual.
-De la tuya

El silencio se hizo aún mas profundo. Casi se oían los pensamientos. Todo había transcurrido dentro de tonos normales, creíbles y a pesar de lo extraño del diálogo una espesa realidad fantástica se adueñaba del hombre.
-Vivís en la laguna y no te conozco.
-Si me conoces.

Se acordó que el año pasado en el mes de agosto había enganchado a una tararira enorme en el trasmallo. Estaba atrapada en un agujero mayor de la red y no parecía defenderse. Estaba demasiado gris y las aletas se habían tornado anaranjadas, apenas movía su cola sin energía y boqueba con el hilo encerado de la red que cruzaba sus mandíbulas. Los pejerreyes se debatían en su destino de impiedad y muerte. La tomó con las dos manos, le destrabó sus aletas y cuando se le resbaló de sus manos no le importó. Luego siguió con su cosecha. No era momento de pescar tarariras. Cuando volvía hacia la costa con su carga, le pareció verla casi en la orilla quieta y como observándolo.

Salió de su recuerdo, se acomodó sobre un codo, irguió su cuerpo para observarla y le dijo con enojo.
-Querés volverme loco.
-No.

Estiró su cuerpo. La tomo de la mano y se quedó profundamente dormido. Al amanecer, ella estaba en la misma posición con los ojos abiertos. El se vistió, le dio un corto beso en sus labios helados y se despidió hasta luego. Abrió la puerta, el frío de la mañana lo atropelló hasta que se introdujo en el boliche. Le dio los cien pesos al Chino y pidió una Mariposa. Se marchó sin saludar. Antes del oscurecer estaba de vuelta. Cada día de esa semana se apuró en volver. Se sentaba al lado de la mujer, tomaba una o dos cervezas, y luego pasaba la noche con ella. Sentía un irrefrenable deseo de estar a su lado, no lo podía reprimir. Por supuesto la pesca furtiva no daba ganancias suficiente como para mantener esa relación durante mucho tiempo. Lo sabía y lo atormentaba.

VIII

El Sapo y los otros acomodaban el pescado encerrados cada uno en una imagen inventada por ellos de la versión humana de una tararira. En el imaginario de esos hombres aparecían mujeres de caras oscuras con dientes terribles, o viejas de figuras desgarbadas con escamas en el cuerpo, o siluetas femeninas con dedos de palmípedo vestidas con largas batas de escamas brillantes. Imaginaban sonrisas de dientes puntiagudos en caras hermosas o cuerpos femeninos escamosos con la cabeza de mandíbulas duras, prehistóricas. El silencio entre ellos luego del diálogo estaba cargado de supersticiones.

La voz del mayor de todos ellos sonó como un disparo cuando preguntó por el abuelo del “Sapo”.
-Hace mucho que no lo veo. Por donde anda.
-Dispareció el otoño pasado. Lo fui a buscar a las casas y no lo encontré. Desde entonces no lo vimos más.
-Le preguntaste al Chino. Como el tiene minas y tu abuelo iba siempre. Puede que sepa algo.

No había pensado en eso y era una buena idea. Había vuelto varias veces a la orilla de la laguna donde vivía su abuelo, pero nunca lo encontró. A veces se lamentaba no haber hecho la denuncia de la desaparición pero había sido porque siempre esperaba volverlo a ver. Que apareciera. Y por caso, esta había sido la primera vez en nueve meses que alguien preguntaba por el. En cuanto terminaran iría a lo del Chino.

IX

Estuvo arreglando redes. Limpió alrededor del rancho. Puso en una olla de hierro, panzona y negra, un poco de grasa y agregó junto a unos cubos de carne oscura que ya no aguantarían medio día más sin podrirse, un par de dientes de ajo que aplastó con el mango de un cuchara abollada. Cortó una cebolla, por mitades dos veces, una zanahoria en rodajas y las mezcló con la carne, sal y pimienta. Con una bolsita de orégano primero y de ají molido después perfumó su comida con la lluvia de las hojitas trituradas del condimento. Peló dos papas, las cortó en pedazos grandes y las tuvo listas para agregar mientras revolvía el guiso. Tomo un jarro de agua y lo hecho en la cacerola. Se produjo una expansión de humo espeso y un siseo estridente que desapareció con la niebla instantánea y olorosa. Peló el último caldito de verdura de la caja y lo arrojó sin desmenuzar en el menjunje. Luego una lata de tomates que se encargo de aplastar en el mismo recipiente que los contenía y lo sumó con las papas. El olor invadió el rancho oscuro dándole al ambiente un toque de vida a tanta melancolía y tristeza. Un solo cuarto con el piso de tierra apisonada, la cama de una plaza contra una de las paredes, una mesa de bar con dos sillas metálicas tapizadas en plástico verdoso se apoyaban contra la única ventana que miraba a la laguna. Una pileta percudida sostenía por uno de sus bordes a una mesada semidestruida que contenía a la cocina de dos hornallas alimentada por una garrafa recién pintada de lila. En un estante paralelo se amontonaban unos platos playos y hondos acomodados indistintamente, vasos de vidrio ordinario y dos de plástico de diferentes colores, una caja de arroz, un paquete de tallarines por la mitad, igual de fideos de sopa, un paquete de yerba, sobrecitos de especias desparramados y la caja vacía de calditos. Era hombre acostumbrado a vivir sin mujer. Se las arreglaba. Comió sin hambre, tomó un par de vasos de vino tinto mientras miraba como hipnotizado el agua inquieta de la laguna. A medida que el día avanzaba crecía en desasosiego. No podía pensar a Suya con otros hombres. Sabía que no tenía más remedio que soportarlo. Un dolor entre su esternón y el alma no lo dejaba escapar de los celos. Quiso dormir un rato la siesta pero no pudo hacerlo. Se levantó de un salto, se miró en el espejo roto que colgaba arriba de la pileta, se acomodó el pelo con la mano derecha y salió para lo del Chino.

X

Cuando entró al local, la oscuridad, el frío y el silencio, casi lo golpearon al apartar la cortina. Su mirada fue derecho a la mesa donde había encontrado a Suya la noche anterior. No estaba. Estaría con otro. Raro porque no había visto ningún camión. Solo los camioneros paran a esa hora. El corazón se apuraba y lo sentía. Cruzó la puerta que llevaba a las piezas y el viento de la llanura lo recibió en la galería abierta. Abrió la primer puerta casi desesperado. No encontró a nadie. Abrió la segunda y la tercera sin que apareciera el cuadro desgraciado que imaginaba. Giró la esquina de la casa y desquiciado abrió la puerta. Escuchó al Chino que lo increpaba por despertarlo a esa hora. Que quien te crees que sos viejo de mierda y todo eso. Cerró la puerta y se fue al bar. Se sentó con las manos como sosteniendo un peso y la cabeza caída al pecho. El Chino calzándose el pulóver seguía echándole maldiciones por haberle cortado su descanso. La figura acongojada le llamó la atención y pensó en una desgracia. Lo interrogó por ello.
-¿Pasó algo?
-No. Viste a Suya.
-Recién la vi caminando para la laguna.

XI

Corrió a través del suelo desparejo del campo. El paisaje desolado en la tarde nubosa era alterado por el vuelo de una pareja de patos que cruzaba en diagonal el horizonte. Por mirar a los costados mientras corría se cayo dos veces. La primera, tambaleó hacia adelante sin poder sostener el cuerpo que perdió el equilibrio y lo lanzó con su cara y sus dos manos contra la tierra reseca. Se partió el labio y un raspón superficial en la frente sudaba gotitas de sangre que le bajaban lentamente hasta el ojo derecho. La segunda vez que cayó fue cuando la vio. Corría sin prestar atención a su desplazamiento con la vista fija en Suya que ya estaba introduciéndose en el agua. Cayó con su cuerpo ladeado sintiendo como una costilla se partía. Se levanto torpemente, su mano izquierda apretaba su costado y caminaba rengueando estirando su mano derecha como queriendo alcanzar a la mujer que se había detenido y lo miraba.

Un viento frío del sur daba movimiento a los juncos y rizaba el agua que llegaba hasta la orilla en pequeñas olas continuas. Unas gallaretas rodeaban a la mujer sin temerle. Un bosque de eucaliptos y un molino lejano, surgía fantasmal detrás del espejo de agua. La mujer estiraba su mano como llamándolo. Entró al agua corriendo y el barro espeso detuvo su carrera. Caminaba con dificultad hundiendo sus piernas en el lodo grueso que parecía chuparle los pies para detenerlo. Alcanzó a Suya cuando ya sus fuerzas lo abandonaban. Tomo la mano fría. Ella la paso por sobre el hombro y lo ayudó a seguir avanzando.

-Adonde me llevas.
-De donde nos sacan.

XII

El Sapo entró al boliche y se dirigió directamente a la mesa donde estaba el Chino sentado, solo.
-Sabés algo de mi abuelo
-Me parece que se fue con una mina a principios del otoño pasado.